DESTINO FATAL Primera parte


La noche era larga y calmada, el tiempo transcurría lento por el silencio del ambiente, el cual no era tranquilizador, señal de triunfo ni final del conflicto.

El sacerdote mayor de los incas se acercó a uno de los ingresos secretos del complejo del templo oculto con ramas, ingresó con sigilo, caminó por un pasaje corto, llegó a uno de los pequeños salones contiguos al templo en medio de la oscuridad y se aproximó al salón principal llegando a la pequeña puerta auxiliar de madera, ubicada en el extremo opuesto a la gran entrada principal, que él y sus colaboradores habían trabado con tablas, estatuas de piedra y adornos de oro y plata; desde ahí, entre las rendijas, en la penumbra, el sacerdote mayor observaba a su socio caminando cerca, sin patrón aparente, sin rumbo como sus pensamientos; de inmediato trató de llamarlo sin levantar la voz.
—Amigo, amigo, ven, acércate. Ven.
El hombre alejado de sus compañeros, escuchó un murmullo, sin ánimo se acercó a la puerta sellada y se sentó; sin poder ver el rostro de su interlocutor, pero pensando que reconocía esa voz.
—¿Sacerdote? ¿Eres tú? Maldito, nos abandonaron, ninguno entró en acción. —El reclamo no se hizo esperar, pero la desazón por el plan fallido no dejaba ánimo para seguir reclamando—. Todos se fueron, solo nosotros actuamos; fuimos los únicos valientes.
—Baja la voz. No me he ido, estoy aquí, el resto huyó, pero mataste al gobernador; ese no era el plan.
—Él quería matarme, no dejaba de moverse, su cuchillo casi me alcanza, no tuve otra opción.
El hombre mientras justificaba su accionar, observaba a sus camaradas recostados contra la pared con sus armas a un lado, encerrados en el salón principal, sin esperanza por salir ilesos del claustro sagrado. Ante el panorama desfavorable para todos, el sacerdote estaba decidido a poner la balanza a su favor.
—Ya está muerto, ahora los soldados están por todos lados rodeando el recinto y quieren entrar. No podemos sacarte del templo, algunos ya han visto sus rostros.
—Eres un traidor —respondió con poca vehemencia—. Nos han utilizado y luego abandonado, ahora estamos condenados sin salida; el Inca no tendrá piedad de nosotros. Al final de todo, fuimos los únicos idiotas.
—Los generales nos han traicionado; ellos se fueron y nos dejaron, pero yo estoy aquí para ayudarte —remarcó el sacerdote.
—¿Vienes con alguien más? ¿Cómo están las cosas afuera?
—Los soldados rodean el templo, quieren cogerte vivo para torturarte y hacerte confesar quienes eran tus cómplices.
—Eso sería bueno —dijo el hombre con tranquilidad, como recibiendo un consuelo—. Así matan a todos para que no se libren del castigo.
—No, no es bueno. Así te harán hablar, pero inculparán a tus hermanos, tíos, esposa, hijos, nietos, los torturarán y los matarán a todos, los colgaran de un palo en la plaza; es mejor que no hables, no hagas que sean parte de esto —reafirmó con insistencia—. Yo quiero ayudarte para que esto termine bien, pero no puedo sacarte; ya te dije que vigilan el templo por todos lados. Entiende que no deben cogerte con vida, la realidad es dura, pero cada uno sabía el riesgo que enfrentaba.
Sentado sobre el frío piso empedrado, el hombre aceptaba con sufrimiento que no tenía alternativa, ni fuerzas para luchar, pero entregarse a los soldados del Inca no era la solución.
—Y, ¿qué hago? ¿Me hundo la lanza?
—Eso no es necesario. Puedes librarte de todo este suplicio sin sufrir más.
Continuará...

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