LA PESADILLA – Primera parte


La noche estrellada y sin luna mostraba un espectáculo de quietud, en el campo alejado de la metrópoli sólo el sonido que hacían los insectos la acompañaba, pero permitía el descanso de las familias que habitaban esos sitios. Por las calles de la urbe cusqueña con casas de adobe y techos de paja, las antorchas iluminaban el paso de los soldados con sus escudos y lanzas para asegurar la tranquilidad y permitir el sosiego de sus habitantes; la ciudad capital de los incas descansaba luego de un arduo día de trabajo; nobles y vasallos recuperaban energía para continuar sus vidas, el relajador sueño era disfrutado por todos y el deseo de que esa tranquilidad se vuelva realidad los afectaba por igual.
En el palacio del soberano Inca, el príncipe heredero descansaba en su habitación junto a su esposa sobre una cómoda cama formada con mantas de lana de vicuña y alpaca; en la imagen que se formaba en su sueño, el noble corría de la mano de su querida esposa por el campo verde con sus sandalias de cuero de llama y lana; ambos disfrutaban el aire puro y el día de sol primaveral; ella alegre, se detenía a mirar las flores y a oír los pájaros cantar, el príncipe sonreía al ver feliz a su amada; en medio de ese jolgorio poco a poco las aves dejaban de cantar y él notaba eso, luego el viento comenzó a soplar con fuerza y las nubes a tapar el sol, la atmósfera a su alrededor cambiaba de repente; a lo lejos en una loma aparecía la silueta de un hombre de pelo largo y capa que el viento extendía, pero que el príncipe no reconocía.
—¡Hija, ven!
Su voz retumbaba por el campo como trueno poniendo en alerta a los animales que escuchaban el estruendo esperando el rayo que no llegaba, pero igual los asustaba abandonando el sitio. La princesa al sentir la estampida levantaba la vista hacia el hombre y con sorpresa reconocía que era la voz de su progenitor.
—¡Padre, estoy con mi esposo y no me voy a apartar de él!
—¡Debes dejarlo, no quiero que estés junto a él! —Volvió a gritar el hombre con voz retumbante levantando la mano.
Al oír esto el príncipe, instintivamente, dio un paso adelante para proteger a su amada y enfrentar a su suegro.
—¡Ella es mi esposa y no irá contigo!
Luego retrocedió sin darle la espalda, tomó la mano de su esposa y empezaron a correr, a cada paso que daban por el prado verde, este se convertía en seco y amarillo, más atrás el hombre daba pasos en dirección de ellos sin mostrar esfuerzo. Ahora, el día parecía de otoño como cuando las hojas de los árboles caen, los pájaros no catan y las nubes tapan al sol. Con mucho esfuerzo por la carrera, ellos llegaron a un arroyo lleno de hojas secas, las cuales no dejaban ver el agua en el fondo.
—¿Qué hacemos? Tengo miedo. No quiero alejarme de ti.
—No tengas miedo, no nos vamos a separar. Vamos a saltar, la otra orilla no está alejada —dijo el príncipe dando un beso en su mano para calmarla y dando un par de pasos atrás—. No te sueltes de mí.
—No lo haré. Te amo —remarcó ella sintiendo seguridad.
Ambos iniciaron la corta carrera tomados de la mano, al llegar al borde del arroyo brincaron y despegaron, la orilla opuesta llena de hojas secas se veía cerca, pero el vuelo se hacía lento e interminable, de inmediato esa meta se alejaba haciendo injustificado el poco esfuerzo realizado, con desazón la pareja cayó sobre el agua hundiéndose. Bajo el agua el príncipe se vio solo, su esposa no estaba cerca.
Continuará...
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